¿Qué tienen los jóvenes en la cabeza? Rebeldes punitivos

19-09-2022 Opinion

Crecieron en un mundo sin estabilidad económica y con un Estado que hace tiempo falla en ofrecerles oportunidades de vida. Los jóvenes de hoy son distintos a los del pasado. Según la encuesta realizada por la EIDAES y el programa PASCAL-UNSAM, critican a los políticos pero no son antiestado, consideran que los planes sociales son necesarios. Ni mayoritariamente conservadores ni pañuelo celeste, son más punitivistas. Apaciguado el fulgor del fenómeno Milei, el descontento de las nuevas generaciones todavía jaquea los consensos progresistas.

Cada nueva generación es portadora de alguna novedad en la cultura, las relaciones sociales y la política. A menudo, expresan un profundo descontento con el estado de cosas que avizoran en la incipiente vida adulta. Política y conflicto generacional aparecen imbricados. Las y los jóvenes de los 60 en Estados Unidos y Europa fueron la generación emblemática de esta rebeldía, con reverberaciones diversas en América Latina y otras regiones.

En la Argentina, a partir de los ‘80, los vaivenes de la economía y la sociedad imprimieron otros clivajes en la política de los jóvenes: en los años de salida de la última dictadura militar la rebeldía juvenil no se dirigió tanto a sus mayores cuanto a la herencia represiva del período autoritario, así como a los crímenes cometidos en esos años. La juventud abrazó la causa de los derechos humanos sin hacer de ese compromiso un corte generacional. A partir de los años ‘90 se desarrollaron distintas formas de contestación a la ofensiva neoliberal en las que las y los jóvenes fueron protagonistas centrales. La crisis de 2001 y el llamado giro posneoliberal incentivó estas formas de rebeldía y politización. Más tarde, las luchas feministas, de los movimientos de diversidad sexual y, más en general, un optimismo sobre un futuro más igualitario marcó a una generación hoy comenzando sus 30’s. Aunque se ha tratado de generaciones signadas por luchas diferentes, comparten un aire de familia: todas ellas están inscriptas en el cuadrante progresista de la política, en la zona habitada por la izquierda y los movimientos nacional-populares, con todos sus matices.

En los últimos años, el mundo vivió la emergencia de nuevos fenómenos contestatarios ubicados del centro hacia la derecha. Desde los nerds que, con una estética novedosa, fueron una minoría digital activa en el ascenso de Trump al grito de “Kill all Normies”, retratados en el provocador libro de Angela Nagle, hasta los InCel o los ProudBoys que enarbolaban un discurso de rebeldía reaccionaria en relación al género, la diversidad y la raza. En Argentina, los jóvenes de “pañuelo celeste”, primero, y los jóvenes libertarios, luego, expresaron un nuevo paisaje de politización y descontento juvenil. ¿Es posible que el descontento de los jóvenes se exprese hoy a través de la derecha? Una pregunta similar se hacía Pablo Stefanoni en un libro que presenta inesperadas articulaciones entre ambientalismo, portaestandartes del movimiento LGBTQI+ o innovadores tecnológicos con distintas manifestaciones de la extrema derecha.

Las manifestaciones contra las restricciones a la circulación durante la pandemia y, más acá en el tiempo, la irrupción del fenómeno Javier Milei en la política argentina parecieron hacernos responder rápidamente que la rebeldía se había vuelto de derecha. La utopía ya no parecería expresarse en términos de justicia sino en la quimera de una sociedad sin Estado o, más bien, sin “casta política”, impuestos ni políticas sociales. Sin embargo, el fulgor del fenómeno Milei se apaciguó, y con él parece haberse disipado la preocupación por el descontento de los jóvenes con su tiempo histórico, el diseño de la sociedad en que viven y, en especial, las élites que los gobiernan. Pero ¿qué tienen los jóvenes en la cabeza?

Los resultados de una encuesta que realizamos con apoyo de la EIDAES-UNSAM, llevada a cabo por Pascal-UNSAM nos permiten avanzar en una caracterización de los consensos entre los jóvenes, hoy. Nuestros datos muestran que en la generación de 18-24 años hay un peso importante del descontento y la rebeldía, pero con una configuración hasta hoy desconocida. Las y los jóvenes de 18 a 24 años que viven en el AMBA, comparados a otras franjas de edad, son los más descontentos con los políticos (el 76,1% de los jóvenes está de acuerdo con que “los políticos piensan sólo en sus intereses”), quienes más intensamente consideran que los impuestos son “un castigo” para quienes “les va bien” (el 47,2% de los jóvenes acuerdan con esta idea), pero al mismo tiempo creen con mayor vehemencia que otras generaciones que la ley no se aplica con igual peso para los ricos (76,5% de los jóvenes acuerdan con ello) y que los planes sociales son necesarios para que los pobres puedan subsistir (44% acuerda con esta idea). Son los más progresistas en términos de género (el 64,3% acuerda con que “las mujeres siempre deben poder decidir libremente si quieren abortar”) y diversidad sexual (el 72,2% acuerda con que “las parejas del mismo sexo tienen derecho a adoptar hijos”) y al mismo tiempo, son quienes que están más a favor de armar a la población contra “los delincuentes” (el 31,7% apoya esta posición) y los que más apoyan la pena de muerte (el 75,7% acuerda que puede aplicarse “en algunos casos”). Parecen ser “Rebeldes (pero) punitivos”.

¿Cómo explicar esta combinación?

Uno de los interrogantes centrales de las ciencias sociales es por qué la gente piensa lo que piensa. Y esto es particularmente acuciante cuando se trata de política. La socialización política es parte del proceso de pasaje de la niñez a la vida adulta. Desde muy pequeños, como ha demostrado en forma pionera Annick Percheron, recreamos en nuestro mundo infantil ideas de lo justo e injusto, legitimamos criterios distributivos y nos interesamos en la trama de premios y castigos que configuran la vida social y económica. En la juventud, estas ideas alcanzan una forma más clásicamente política, con niveles de intensidad e involucramiento variable. Las experiencias vividas, las expectativas acuñadas, el entorno cercano -familia, amigos, parejas, colegas- y el espíritu de época se conjugan de maneras particulares y, de ese modo, pensamos aquello que pensamos sobre cómo deberían ser los asuntos públicos.

En términos agregados estas ideas suelen tener, además, ciertos encadenamientos típicos. En cada tiempo histórico hay ciertas regularidades y “aires de familia” entre lo que pensamos de un tema y otro. Esto se consolidó durante el siglo XX en dos grandes familias de ideas, con sus grandes variaciones y heterogeneidades internas. De un lado, un conservadurismo social y económico; del otro, progresismo cultural y mayor igualitarismo distributivo. La combinación entre liberalismo económico y conservadurismo social ha sido la forma de expresión habitual de las derechas latinoamericanas y de muchas de las dictaduras militares que sufrió la región. A todas luces, esto está cambiando: el proceso de secularización, expresado en mayor apertura a los temas de diversidad sexual y género, es una marca de las nuevas generaciones más allá de cuáles sean sus posturas en otras dimensiones. Se debilita entonces el síndrome conservador-(neo)liberal.

Esta disyunción sigue patrones similares a los del resto de la población: las y los votantes del Frente de Todos tienen en promedio menor grado de acuerdo con las ideas punitivas y mayor grado de apoyo a la agenda progresista de género y derechos sexuales y reproductivos que las y los votantes de Juntos por el Cambio. Las y los votantes del Frente de Todos tienen, en promedio, una mirada menos negativa de los impuestos y una mirada más favorable a la permanencia de los planes sociales que las y los votantes de Juntos por el Cambio. En la misma línea de lo esperado, las posiciones negativas sobre los impuestos y sobre los planes sociales crecen también, en promedio, entre los jóvenes con mayor nivel educativo, esta última una variable que suele funcionar como una buena aproximación a la clase social de las y los encuestados. Sin embargo, estas diferencias no contrarrestan la tendencia general: las y los jóvenes votantes del Frente de Todos acuerdan en mayor medida, en promedio, con las posiciones punitivas que las y los votantes de esa coalición tomados en conjunto. Asimismo, tienen una posición más negativa respecto de la igualdad ante la ley (acuerdan en promedio más con la idea de que las leyes no se aplican de igual modo a los ricos que al resto de la sociedad) y una mirada más crítica de los políticos que el conjunto de las y los votantes del oficialismo. En suma, aunque con importantes matices, algunas tendencias generales de estos rebeldes punitivos se mantienen más allá de sus preferencias políticas.

¿Son estas ideas simplemente una expresión de los “raros peinados nuevos”? Es posible. Pero ¿por qué adoptan esta configuración y no otras?

Revisando la experiencia particular de esta cohorte (de los nacidos entre 1998 y 2004) podríamos señalar una serie de factores. Primero, durante su infancia y adolescencia experimentaron el optimismo kirchnerista, asentado en años de crecimiento económico y mejora de los indicadores sociales. Luego atravesaron su crisis/agotamiento con el fin del boom de las commodities, el aumento de la inflación y la acumulación de demandas insatisfechas de parte de la población y, a continuación, los sinsabores del gobierno de Macri, cuya segunda mitad estuvo atravesada por una profunda crisis económica que llega hasta nuestros días. Años después, sufrieron el confinamiento de la pandemia y, más recientemente, las turbulencias del gobierno del Frente de Todos. Así las cosas, no sorprende que su crítica a la política sea aún más intensa que la del resto de la sociedad: desde su ingreso a la ciudadanía electoral es difícil encontrar períodos de estabilidad política y económica. Ahora bien, se critica a los políticos, pero no necesariamente son anti-estado ni privatistas: la encuesta muestra que las posiciones están divididas, al igual que en la mayoría de la sociedad, respecto de la gestión privada de los servicios por sobre su gestión pública (en promedio, las posiciones están más cerca de “ni acuerdo ni en desacuerdo” con esta idea).

Lo que más llama la atención, contrariamente a todo lo que sabíamos hasta hoy del tema (en distintos países), es que los jóvenes sean los más punitivos. Nos referimos al apoyo a la pena de muerte y a armar a la población contra “los delincuentes”. Como muestra Otamendi, en las últimas dos décadas el apoyo a la pena de muerte se mantuvo en Argentina alrededor del 35%, con picos del 45% en coyunturas críticas, como luego de la crisis del 2001 o durante el conflicto con el campo en 2008, según datos que la autora recoge de encuestas nacionales de TNS-Gallup. Pero siempre los jóvenes, al igual que las personas con más años de educación formal y las mujeres, eran los menos punitivos. Nuestro estudio (en coincidencia con un estudio reciente realizado por colegas de la EIDAES-UNSAM también publicado en Anfibia) muestra resultados diferentes: la franja de 18 a 24 es las más punitiva, sin grandes diferencias (ni en estos ni en otros tópicos) entre varones y mujeres. ¿Cómo explicarlo? Sólo a modo de hipótesis: sabemos que los jóvenes son habitualmente los más victimizados, esto es, quienes sufren mayor exposición al delito, debido a que circulan más por los espacios públicos en general y durante la noche en particular. Pero ser joven era, hasta ahora, un “antídoto” frente al punitivismo ¿Habrá una suerte de reacción generacional frente a la victimización ya no mediada por una convicción anti-punitiva? Estudiar en profundidad este fenómeno es de vital importancia, ya que puede afectar la agenda autoritaria de cara al futuro.

En esta misma dirección, el tema del castigo pareciera tener su importancia. Los jóvenes también creen más que otras franjas etarias que los impuestos “castigan” al que le va bien. Pero al mismo tiempo, creen más que otras franjas etarias que los planes sociales deben mantenerse para quienes los necesitan. Todo sucede como si esta generación tuviera su propia combinación de premios y castigos. A esto se suma una experiencia particular del Estado: posiblemente ellos y/o sus familiares fueron beneficiarios de algunos programas sociales, como la AUH, el IFE, las becas Progresar, el Plan Conectar Igualdad, entre otros. Por lo cual no tienen miradas uniformemente negativas sobre ellos. También es probable que sean más sensibles, en un mundo laboral precarizado (desde hace varias generaciones, es cierto) al discurso meritocrático, que podría estar detrás de una mirada negativa sobre la “presión” del Estado a través de los impuestos. Muchos de ellos recibieron ayudas sociales, es cierto, pero desde hace tiempo que el Estado falla en ofrecerles buenas oportunidades de vida. Por lo demás, el apoyo a la libertad de elección del aborto, al matrimonio igualitario y a la adopción de hijos por parejas del mismo sexo es la más alta, comparada a las demás grupos de edad. No son, así, mayoritariamente conservadores ni “pañuelo celeste”.

Esta combinación “inesperada” de posiciones lleva a pensar, por un lado, que debemos revisar cómo se articulan las posiciones en la actualidad: ¿se puede ser punitivista y pro-aborto al mismo tiempo? También plantea otros interrogantes de cara al futuro: ¿se trata de un cambio generacional perdurable o de una fase pasajera, producto de la prolongada crisis económica argentina y de los fracasos en esa materia de las dos grandes coaliciones políticas? ¿Los aún más jóvenes portarán ideas similares? ¿Pueden con el tiempo socavarse ciertos consensos progresistas, por ejemplo en torno al imperativo de controlar la violencia estatal contra los más vulnerables, una deuda pendiente de nuestra democracia? Sin caer en un “pánico moral” improcedente sobre la “derechización de les jóvenes”, pero evitando al mismo tiempo subestimar estas tendencias, es preciso estudiar las nuevas configuraciones políticas que se diferencian de las formas en que se presentaron en el pasado.

 

CREDITO: Revista Anfibia –

Autor: Oscar Arnau