“La prohibición de los hinchas visitantes no terminó con la violencia, cambió sus formas” Por Juan Ciucci

02-05-2015 General | Opinión

APU: ¿Cómo fue llevar adelante un trabajo etnográfico en la hinchada de Platense? ¿Cómo fue su relación con la hinchada?
 
Federico Czesli: Todo el trabajo se realizó a partir del análisis de la muerte de un chico de 20 años que pertenecía a la hinchada, y que un domingo a las 6 de la mañana cruzó la Avenida General Paz “por abajo”, es decir que no fue por los pasos a nivel, y fue atropellado. La policía afirmaba que fue un suicidio pero para la familia y su entorno esa explicación no era posible (decían que al día siguiente se iba a encontrar con una ex novia y relatan sus aspiraciones de crecimiento económico, de trabajo, que se estaba pagando una moto).  Aseguraban que si cruzó por abajo tuvo que haber sido porque lo venían corriendo y buscó de esa manera eludirlos.
 
Una vez que logré contactarme con la familia descubrí que el tío del chico era uno de los referentes de la hinchada (y como el fallecido no tenía padres, también era su referente). Lo primero que hice fue un trabajo para la universidad de 6 meses en el que analicé la causa penal y entrevisté a su familia y amigos. Eso generó 2 cosas: que yo fuera percibido como “el estudiante de periodismo” -alguien que difícilmente los pondría en riesgo-, que comenzaran a confiar en mí -porque les entregué en tiempo y forma un texto con todas mis conclusiones- y que pensaran que mi presencia y mi escrito podía sacar a la luz el caso e incrementar las posibilidades de justicia, porque aún estaban en juicio contra el que lo atropelló, que además huyó de la escena y apareció 6 horas más tarde.
 
APU: Después de esa etapa, ¿siguió su relación con la hinchada?
 
FC: Una vez concluida esa etapa el tío mismo fue quien me ofreció seguir yendo con ellos a la cancha, porque -dijo- estaban en un proceso de cambio de la hinchada y quizás mis observaciones les servían. Al día de hoy, honestamente, yo creo que sólo percibió mi deseo y me abrió las puertas. A esto hay que agregar una relación de reciprocidad, de “hoy por mí, mañana por ti”, en la que cuando había conflictos en el barrio yo les ofrecía mis contactos con periodistas o los acompañaba en lo que pudiera.
 
Entonces, toda la experiencia también estuvo mediada por el “amparo” de su presencia: sin su confianza más la de algunos otros referentes yo no hubiera podido hacerlo. Una confianza enfocada sobre todo en que yo no era policía, porque a todas luces yo no podía pelearme con nadie, no podía disputarle el “aguante” a nadie (y apenas comprendí eso también encontré el modo “extranjero” de relacionarme: cuando uno está solo, sin la protección de una institución como el colegio de Comunicadores o de Antropólogos, se hace central aprender a cuidarse).
 
Por último, mi interés tenía distintas aristas. Desde el punto de vista personal disfruto mucho meterme en mundos ajenos y contar sus historias; en este caso, además, se agregaba la adrenalina que sentía al entrar en una “barra”, un espacio socialmente demonizado. Desde el punto de vista académico, encontré el interés en el análisis de los procesos identitarios: preguntarme si es posible pensar la violencia como el resultado de disposiciones estructuradas e inconscientes; la violencia como el producto de actores que buscan un lugar de status en la sociedad; preguntarme cómo, de qué manera nos relacionamos con la estructura social.
 
APU: ¿Puede pensarse a la violencia como un resultado de los procesos de socialización e identidad?
 
FC: Buena parte de los investigadores que trabajamos sobre las violencias en el fútbol utilizamos como metodología de trabajo la observación participante y la etnografía. Lo destaco porque no sacamos conclusiones a partir de lo que miramos por televisión o de la información periodística en medios sino que a partir de ir al campo y estar junto a los actores intentamos encontrar regularidades en los procesos sociales (que siempre exceden por todos lados a cualquier modelo teórico). En mi caso, ese proceso duró más de dos años.
 
En esa búsqueda por intentar corrernos de los propios prejuicios y de acercarnos al modo en que otros ven el mundo y sus prácticas, encontramos que buena parte de las violencias no son “irracionales”, producto de mafias o del interés económico sino que tienen racionalidades, lógicas culturales que las subyacen y que aparecen incluso cuando lo que se dirimen son beneficios económicos.
 
Desde el punto de vista antropológico, la identidad es pensada como el producto de la relación con un “otro” del cual uno se distingue y a partir del cual uno se piensa: “es la pregunta por los aspectos singulares y por la totalidad de los fenómenos humanos afectados por esta relación, que implica tanto la alteridad experimentada como lo propio que le es familiar a uno”, propone Esteban Krotz en “Alteridad y pregunta antropológica”. Entonces, cuando estudiamos las hinchadas encontramos que los “barras” se distinguen de muchos otros actores. En primer término, de las otras hinchadas: nosotros somos los “machos” y ellos, los “putos” (que no significa tanto ser homosexual como ser cobarde, no ir “al frente”).
 
En segundo término, de  los dirigentes, jugadores, técnicos y representantes, que para la hinchada “roban” con el fútbol: la hinchada se autodefine como un colectivo que es la esencia del club, que “no se vende”, que le hace “el aguante” en todas las situaciones. Y ese “aguante” consiste en poner el cuerpo, en defender al club ante sus ataques (de la AFA, del robo de los dirigentes, de los jugadores que “van para atrás”…). En ese sentido son un factor de presión. Finalmente, el “aguante” como capacidad de pelear y de “no correr”, les permite diferenciarse entre ellos: cuanto más aguante demostrás más ascendés en la escala jerárquica, más respetado sos, y en consecuencia accedés a más beneficios económicos. Como resultado, la violencia, la capacidad de pelea, les permite responder quiénes son ellos en el espacio social interbarrial, en el espacio barrial, y al interior de la hinchada misma.
 
APU: Además del aguante, ¿cómo funcionan ideas sobre la fuerza y la astucia?
 
FC: Además del “aguante” los actores se diferencian, superan al adversario, mediante la astucia: “ser pillo”. Un ejemplo claro de esta forma se da con los graffitis. Muchas veces vemos que se tacha lo que dicen. Esa sería una forma metafórica de aguante: escritura sobre escritura. Pero otras veces, se le agrega una frase o una palabra que cambia su sentido y lo revierte, como cuando vemos que a un “(cualquier club) capo” se le agrega “de la B”. Pero hay otras formas: alguna vez me contaron que un “capo”, en un combate en el que estaban en situación de inferioridad, agarró una botella y la golpeó contra un cartel de chapa. El ruido, que decían que era parecido al de los balazos, hizo que el rival huyera.
 
Lo más interesante es que las etnografías muestran que este proceso está ligado a la identidad de género, porque lo que los actores hacen es responder a un modelo de hombre, de “macho”, capaz de enfrentar con su cuerpo cualquier adversidad que se le presente. Uno que no corre, que “se planta”, que “va al frente”. Entonces la cuestión ya no es que son unos irracionales, mafiosos, inadaptados, enfermos: mediante el combate, entre otras cosas, los actores dirimen su identidad de género.
 
APU: En su texto analiza los «combates» como parte de un «orden» que re/producen, ¿cómo se vio esto afectado ante la prohibición de público visitante en las canchas?
 
FC: Un análisis de las estadísticas de la Asociación Civil Salvemos al Fútbol expone que en los últimos 8 años se produjo una merma en los combates colectivos entre hinchadas y un incremento de los combates al interior de cada hinchada. Mi hipótesis al respecto -sostenida por el trabajo en campo- es que como la estructura simbólica no desapareció y los actores siguen precisando pelearse para exponer quiénes son (o quiénes pretenden ser), se incrementaron los combates “intrabarriales”: en el caso de Platense, entre la parcialidad de Saavedra y la del Barrio Mitre, por ejemplo. Pero también entre “paradas” o en boliches bailables donde coinciden las distintas hinchadas. En el caso que estudié, por ejemplo, se decía que el boliche Bellaroma, donde confluían hinchas de Tigre, Chacarita, Platense y River, entre otros, la noche anterior a la muerte de Christian se habían peleado los de Platense y los de Chacarita; de ahí presumían que como “a uno de Chacarita se lo llevaron en ambulancia”, al día siguiente los de Chacarita se quisieron vengar con el chico que falleció, que llevaba un prendedor de Platense en la campera.
 
En este sentido, la prohibición no transformó las bases estructurales, el modo violento de resolver los conflictos, sino que cambió los espacios en que se produce. Una violencia que también se presenta de otras formas. Por ejemplo, durante 2013 y 2014 con el sociólogo Diego Murzi dimos talleres en escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires y encontramos que muchos chicos relataban conflictos similares no entre hinchadas sino entre “banditas”, entre “rockeros versus cumbieros”, e incluso entre chicas. Desde mi punto de vista, entonces, lo interesante de abordar la “violencia en el fútbol” desde las políticas públicas consiste en que implica pasar a trabajar sobre muchos otros conflictos, sobre formas de masculinidad y feminidad, sobre formas de resolución pacífica, sobre drogadicción… es decir, una mirada mucho más amplia y abarcativa que “50 loquitos que se matan en la tribuna”.
 
APU: En su texto también pone en discusión la idea de que es el factor económico el que motiva a los hinchas a formar parte de la barra.
 
FC: Sí, hay distintas formas de pensar esta cuestión. Desde el debate académico es una mirada cuestionable porque implica un actor “racional” que actúa en pos de buscar beneficios, una suerte de homo económicus que articula estrategias en función de sus intereses. Frente a esta postura, que a mi parecer es simplista, propongo anteponer la dimensión simbólica, es decir, las “normas” inconscientes que incorporamos a través del proceso de socialización.
 
En esta línea, la etnografía me permitió ver cómo los chicos de diez, once años están en la tribuna e imitan a los adultos. Saltan en el paraavalanchas, insultan a los jugadores, cantan las canciones, y también juegan a pelearse o hacerle chistes a sus pares mediante los cuales buscan diferenciarse de ellos. Mi percepción es que dichos chicos no están buscando un beneficio económico (de hecho, son menospreciados por los adultos por “pendejitos”) sino que emulan un modelo de hombre: si en otros espacios “ser hombre” puede estar ligado a exponer capital económico o intelectual, en estos grupos el modelo de masculinidad es la capacidad de pelear, de no huir ante el conflicto y de defender a sus pares y, por qué no, a sus familias.
 
 
Fuente Agencia Paco Urondo 

Autor: ingenio